Comentario Pastoral
INTERROGANTES DESDE LA EXISTENCIA DEL MAL
Ante e1 mal, ante la muerte, la enfermedad, la radical deficiencia física, muchos hacen actual la pregunta de los discípulos a Cristo, que se lee en el evangelio de este cuarto domingo de Cuaresma: ¿,Quién pecó: éste o sus padres, para que naciera ciego?
Las desdichas e invalideces que sufren los hombres son un gran problema sobre el que se ha discutido mucho desde la ciencia y desde la religión. Cuando el hombre nace con taras físicas es difícil explicar el mal. Se dice que el mal es consecuencia del pecado y basta abrir los ojos para ver la prosperidad de muchos pecadores y la desgracia de personas realmente buenas. Además constatamos con frecuencia que los pecadores duermen con sueño beatífico, propio de los justos, mientras que los buenos y santos están a veces atormentados por el remordimiento y los escrúpulos. Es preciso reconocer que la razón humana se encuentra sin argumentos satisfactorios en este ámbito.
La hipótesis de que los hijos padecen el castigo de sus padres es antiguo testamentaria y tiene dificultades casi insalvables. ¿Por qué los hijos de los borrachos heredan una gran carga de miserias, mientras que el hijo del asesino está libre de ellas?
La explicación que da Cristo es la única válida: el mal y la tara de nacimiento solamente han sido autorizados por Dios para que se manifieste su gloria. El pecado del ciego de nacimiento es el de todos los hombres, el original; nacemos con limitaciones, somos ciegos.
El aparente remedio casero, y no milagro, de hacer barro con la saliva y ungir los ojos es enormemente expresivo. La saliva que proviene de la lengua es como la sustancia de la palabra, que mezclándose con el polvo de la tierra se aplica para liberar de oscuridades y producir la luz. Dice el evangelista San Juan: “La Palabra era la luz de los hombres”.
Cristo pide al ciego que vaya a lavarse a la piscina de Siloé. Es toda una enseñanza sobre el bautismo, que exige una decisión personal. El ciego se lavó y vió; y comenzó su misión de atestiguar que ve, para consternación de quienes hacen los esfuerzos más cómicos y ridículos por negar la evidencia. Cuando adquiere la segunda y más profunda visión de la fe, entonces se produce verdaderamente el milagro.
Andrés Pardo
Palabra de Dios: Samuel 16, lb. 6-7. 10-13a Sal 22, 1-3a. 3b-4. 5. 6 san Pablo a los Efesios 5, 8-14 san Juan 9, 1. 6-9. 13-17. 34-38
de la Palabra a la Vida
“Mientras estoy en el mundo, soy la luz del mundo”. Así de contundente se expresa Cristo ante el ciego de nacimiento. Ya está san Juan jugando con esos dos niveles de comprensión; la ceguera física del que han encontrado por el camino, pero todos somos ciegos de nacimiento, hemos nacido cegados por el pecado y necesitamos ser lavados para poder ver, necesitamos ser iluminados para poder no fiarnos de las apariencias, como decía Dios al profeta en la primera lectura, y reconocer la presencia de Dios que ilumina al mundo. En esa tensión y en esa intensidad se desarrolla todo este capítulo nueve. El hombre por sí mismo no puede nada, no ve nada, sólo pura apariencia. Pero la luz de la fe le permite reconocer la verdad de lo que es el mundo, reconocer la presencia poderosa de Dios.
Así, como en la samaritana del domingo pasado, en el ciego de nacimiento se representa al género humano, ciego por el pecado de Adán y Eva. Ahora, el colirio de la fe abre nuestros ojos para que recibamos la luz. Jesús realiza un signo en presencia de todos al untar los ojos del ciego con barro, signo que se acompaña de una afirmación: “Yo soy la luz del mundo”. Si “Yo soy” es el nombre de Dios en el libro del Éxodo, Jesús se está presentando ante los hombres como el Dios, el único Dios verdadero, que ha venido para iluminar a los que estábamos en tinieblas. Vuelve a aparecer como el que se hace el encontradizo, y lo hace para dar al hombre lo que por sí mismo no puede darse.
Podemos caminar por cañadas oscuras, que el Señor con su cayado nos guía hacia lugares más apacibles. Así, la luz de Cristo se convierte en la luz que nos ilumina: “Cristo será tu luz”, decía san Pablo en la segunda lectura. Quien se deja iluminar por Cristo se convierte en hijo de la luz (cf. Ef 5,8s).
Para el catecúmeno, la catequesis con este evangelio, unida al segundo de los escrutinios, era evidente, y queda totalmente expresada con el agua del bautismo, que unida al barro del que está hecho el hombre dan origen a un hombre nuevo, que puede ver con la luz de la fe. El Señor ha iluminado al que había nacido a la vida natural, para poder recibir la luz sobrenatural: ahora está en condiciones de reconocer en el mundo la presencia de Cristo, que se ha hecho el encontradizo y le ha buscado, de tal forma que pueda reconocerlo como su Señor y postrarse ante Él. La sensibilidad con la que Juan dibuja a este ciego que ha comenzado a ver, su búsqueda y defensa de Jesús le hacen ver al catecúmeno, y nos hacen ver a nosotros, cómo Dios busca al hombre.
En la Cuaresma, mientras los hijos de Adán, los hijos de Eva, avanzamos por el desierto, una luz nos guía, la luz de Cristo. En la profunda oscuridad de la noche, Cristo viene por pura misericordia a iluminarnos. ¿Puede acaso brotar del corazón del hombre otra cosa que no sea humildad y agradecimiento? ¡Qué importante es volver una y otra vez sobre el don del bautismo para no caer en el pecado y en el alejamiento de Dios! ¡Qué regalo hace la Cuaresma a la Iglesia, a cada creyente, para que no crea que puede avanzar por el camino de la vida por un lugar que no sea el que Cristo ilumina! La ceguera que el resplandor de Cristo produce se va aclarando en la vida de la Iglesia, siempre en el misterio, siempre por la palabra de Cristo y la alabanza a Cristo.
Por eso no nos hace ningún mal volver la mirada hacia los catecúmenos de la Iglesia, sino que, al contrario, ellos nos permiten a los bautizados redescubrir el poder de esa luz. ¿Queremos seguir siendo iluminados por ella? ¿Aceptamos que el Señor nos saque de la oscuridad en que vivimos a veces para iluminarnos con su luz maravillosa? Estamos preparando ya claramente la Vigilia Pascual: el agua, la luz… sólo Cristo puede ofrecerse como Vida en la vida
Diego Figueroa
al ritmo de las celebraciones
De la oración litúrgica a la oración personal… el prefacio de la Virgen María, junto a la cruz del Señor (II)
En verdad es justo y necesario,
es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar,
Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno,
por Cristo, Señor nuestro.
Porque, para reformar al género humano
has querido, con sabiduría infinita,
que la nueva Eva estuviera junto a la cruz del nuevo Adán,
a fin de que ella,
que por obra del Espíritu Santo fue su Madre,
por un nuevo don de tu bondad, comparta su pasión;
y los dolores que no sufrió al darlo a la luz,
los padeciera, inmensos al hacernos renacer para ti.
Por eso,
con los ángeles y arcángeles y con todos los coros celestiales,
cantamos sin cesar el himno de tu gloria…
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